El día se presentaba anodino. Los negros nubarrones
presentaban un cielo encapotado, acorde con el estado de ánimo del inspector
Sánchez. Ángel Sánchez tenía 53 años y llevaba 30 años como policía.
En sus 30 años de servicio había visto de todo y ya
estaba saturado. Su trabajo ya no le llenaba como antes y llevaba varios meses pensando
en abandonar el cuerpo. Ya no era tan meticuloso como antes con los casos y su
comisario, que se había dado cuenta de la situación, le daba casos menores. En
un principio la decisión del comisario le molestó, pero luego pensó que era
mejor, no tenía la cabeza para muchos jaleos y ocuparse de casos de poca monta
le hacía calentarse mucho menos la cabeza.
La situación había empeorado a raíz de su divorcio.
Su mujer se había marchado de casa tras años de amenazas que un día decidió cumplir.
Siempre le solía repetir lo mismo “tú no estás casado conmigo, estás casado con
tu trabajo” y en parte tenía razón. Ángel Sánchez gozaba de una reputación
intachable. Tan solo tenía 23 años cuando entró en el cuerpo y a los 27 ya era
subinspector y a los 30 inspector. Se dedicaba en cuerpo y alma a sus casos, echando muchas horas. Mucha gente creía que estaba destinado a ser
el nuevo comisario, pero a Sánchez no le interesaba en absoluto. Tras la marcha
de su mujer se había quedado solo y poco a poco fue entrando en una espiral de desesperación. Eran muchas las noches que trasnochaba con un vaso de whiskey en
su mano derecha y amanecía en el sofá con el vaso derramado por la alfombra del
salón y con un terrible dolor de espalda y cabeza.
“Que me lleven los demonios” había murmurado aquella
mañana gris cuando se levantó del sofá y el dolor le recorrió la espalda de arriba a abajo. Se dio una rápida ducha y no se molestó en afeitarse, de todas
formas nadie se iba a fijar en él. Se colocó su traje negro de todos los días y
se dispuso a empezar una nueva jornada en el cuerpo de policía. Hacía frio y al
llegar al parking una ventolera le golpeó con fuerza en plena cara haciéndole que
se le saltaran las lágrimas. El parking estaba muy oscuro, pero tampoco hacía
falta que estuviese iluminado, Sánchez sabía a la perfección dónde estaba su
viejo Citroën ZX verde.
No llovía, pero daba la sensación de que podía
empezar en cualquier momento. Apenas llevaba 5 minutos conduciendo cuando
empezó a sonar el móvil. Era Martín.
-
Dime – respondió Sánchez con voz débil.
-
¿Dónde estás, jefe?
-
Voy de camino a comisaria. ¿Qué pasa?
-
No vayas, vente para el parque de la
calle Agustín.
-
Voy – y colgó sin despedirse.
La cosa no le hacía mucha gracia. Ni siquiera había
llegado a comisaría y ya tenía trabajo. El whiskey se dejaba notar en su
cabeza, que le retumbaba. Tenía la boca seca, ni siquiera había desayunado, su
estómago estaba en carnaval y no se veía con fuerzas ni para retener un café. Llegó al parque a los pocos minutos. Conocía aquel
lugar. Hacía unos años pilló a su hija con su novio dándose el lote en aquel
parque. Recordó la furia que sintió en aquel momento, pero luego el chico
resultó ser un buen chaval. Aparcó junto a los coches patrulla que había a la
entrada del parque y pasó el cordón policial enseñándole la placa a un becario
con cara somnolienta. Finalmente vio a Martín, estaba junto a varios agentes
discutiendo sobre fútbol.
-
¿Pero qué dices? – le decía a uno de
ellos- ¡Fue penalti claro, como un castillo!
-
Martín – dijo Sánchez junto a él- ¿Qué
pasa?
-
¡Jefe! – contestó Martín sobresaltado-
No me había dado cuenta de que…
-
Si- le interrumpió el inspector- ¿Qué
tenemos?
-
Un muerto.
Las respuestas claras y concisas eran una de las
principales características del subinspector Roberto Martín. Llevaba ya 14 años
trabajando con Sánchez y habían entablado una buena amistad. Martín fue la
persona que más le apoyó cuando la mujer del inspector se marchó. Además era
muy aficionado al cine, cosa que compartía con Sánchez y a menudo tenían
interesantes conversaciones sobre sus películas favoritas.
-
Siempre al grano – le respondió- enséñamelo.
Martín comenzó a andar por el barrizal en que se
había convertido el parque mientras le hacía señas para que le siguiera. No le
hizo la menor gracia, lo último que quería era mancharse los zapatos y los
pantalones de barro ya que odiaba poner la lavadora. Se quedó allí quieto un
momento, buscando alguna ruta alternativa para seguir a Martín. Finalmente
desistió en su empeño y comenzó a pringarse de barro. Pocos metros más adelante
estaba Martín señalando con su mano izquierda.
-
Ahí lo tienes.
Efectivamente, allí estaba. La imagen no podía ser
más grotesca. El tipo yacía boca arriba con los ojos muy abiertos. El largo
pelo estaba empapado con sangre y agua y la descuidada barba llena
de barro. El jersey de lana gris tenía un color extraño, mezcla de marrón y
rojo. La herida del cuello era brutal. Tenía la garganta destrozada y manchada
de sangre seca. El orificio del arma blanca era claro, aún así preguntó a
Martín.
-
Muerte por arma blanca, ¿no?
-
Claro.
-
¿Qué habéis encontrado?
-
De momento nada. Tengo a varios agentes
preguntando a los vecinos por si han visto algo. Tenemos el arma homicida.
-
¿En serio? – respondió sorprendido
Sánchez- Enséñamela.
-
¡Niño! – le grito Martín a uno de los
agentes- ¡Trae la navaja!
El joven agente se marchó corriendo en dirección a
los coches patrulla. Sánchez contemplaba el cadáver y empezaba a sacar sus
propias conclusiones. El tipo tenía toda la pinta de ser un vagabundo y las
heridas tenían toda la pinta de haber sido hechas en un arrebato de furia o
miedo. El joven agente llegó corriendo y le entregó una bolsa pequeña de
plástico a Martín.
-
Aquí la tienes – le dijo tendiéndole la
bolsa a Sánchez.
Era una navaja corriente, no tenía ninguna
particularidad. La hoja estaba manchada de sangre de la víctima. Le entregó la
bolsita al joven agente y este se marchó tan rápido como había llegado.
-
¿Cómo lo ves, jefe?
-
Bueno, es pronto para decir nada. ¿Algo
más a parte de la navaja?
-
No... – pareció recordar algo- hay huellas
de pisadas en el barro, parecen de unas botas de esas de plástico que se pone
la gente cuando llueve.
-
Katiuskas.
-
¡Eso! Pero como ha estado lloviendo toda
la noche no podemos sacar nada de ahí. Y creo que será chungo encontrar
testigos, este parque por la noche está muy oscuro.
-
Ya lo sé – dijo recordando a su hija y
su novio- ¿todavía no ha venido el juez?
-
Viene de camino.
-
Bueno, mientras esperamos que tapen el
cuerpo.
Las panderetas de su cabeza empezaban a sonar con
fuerza y la verbena de su estómago comenzaba a ser muy molesta. Las arcadas
estuvieron a punto de hacerle vomitar, pero hizo acopio de todas sus fuerzas y
consiguió retener el vómito.
Hacía muchos años que no veía al juez García.
Sánchez llevaba sin tener un caso de asesinato desde hacía más de 2 años.
Antonio García nunca le había caído muy bien, pero era un juez honesto y que
hacía bien su trabajo, en ese aspecto no tenía ninguna queja.
-
Hombre, Sánchez – le dijo mientras le
tendía la mano- Cuanto tiempo, ¿cómo estás?
-
Vamos tirando, señoría – le dijo estrechándole
la mano- ¿Y usted?
-
No me quejo. ¿Qué tal, Martín?
-
Bien
-
Claro y conciso – dijo el juez
sonriendo- como siempre. Enseñadme el cuerpo.
Tuvieron que volver a cruzar el barrizal. Sánchez se
percató de que al juez tampoco le hacía mucha gracia tener que mancharse de
barro. Al llegar al lugar del crimen, Martín se agachó y dejó al descubierto el
torso sin vida.
-
Vaya – dijo el juez- parece que se han
enseñado bien con el pobre
-
Sin duda – contestó Martín.
-
Tenéis permiso para levantar el cadáver.
Quiero un informe detallado en mi despacho antes del medio día. Un placer
volver a verte Sánchez – le dijo tendiéndole de nuevo la mano.
-
Lo mismo digo, señoría – nuevo apretón
de manos.
El inspector Sánchez contempló cómo se alejaba el juez
García por el barrizal, seleccionando cada paso que daba para no intentar
mancharse mucho de barro. Su estómago volvía a las andadas y lo último que
quería era tener que hacer ningún informe sobre aquello. “Ojalá le den el caso
a otro inspector” pensó para sus adentros.
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