El movimiento de las aspas del ventilador causaba en
Juanjo un efecto hipnótico del que le costaba salir. Hacía ya 3 días que no
podía dormir. Su aspecto no era el mejor, demacrado, flaco, con la barba descuidada
y en calzoncillos tendido sobre la cama y contemplando el ventilador con la
mirada perdida. El problema ya venía de lejos.
Hacía dos semanas que no conseguía dormir bien, apenas
un par de horas al día. Ante la insistencia de su novia Ainhoa y de su madre,
decidió ir al médico. Aquel doctor de pueblo no le dio buena espina desde que
lo vio, pero hizo de tripas corazón y se sentó en la silla de la consulta a
escuchar. Su diagnóstico fue que Juanjo padecía un estrés severo y que eso le
impedía dormir. Tras recetarle un carro de pastillas, el médico se quedo tan
pancho y los echo de la consulta. Juanjo estaba convencido de que aquello no
serviría de nada, pero al menos dejó más tranquilas a su novia y a su madre, lo
cual ya era un logro en sí mismo.
Comenzó a tomar la medicación religiosamente sin
efecto alguno. Aquellas pastillas hacían que se sintiera mareado, como cuando
no soportas el efecto de una montaña rusa. Las náuseas eran constantes y el
agotamiento hacía presa de él, impidiendo que pudiera realizar la más sencilla
de las tareas sin que le costara un esfuerzo sobrehumano. Solo pudo soportar
aquello 4 días. Al quinto día dejó de tomar aquellas píldoras malignas y las
tiraba por el desagüe en vez de por su garganta. El efecto fue claramente
beneficioso, pues dejó de sentir ese malestar y recobró energías, pero el
insomnio persistía.
Haciendo aplomo de todas sus fuerzas consiguió
apartar la vista del ventilador y levantarse de la cama. Comenzó a caminar hacia
el pasillo y se detuvo un instante para mirar las gotas de fina llovizna que
resbalaban por el cristal de la ventana. Un sonido sordo le hizo detenerse, el
móvil estaba vibrando. Se acercó hasta la mesilla y vio que era Ainhoa quién lo
llamaba. Miró el reloj, eran las 03:37 de la madrugada. Sin duda que Ainhoa
quería comprobar si estaba durmiendo, así que decidió no coger el teléfono y
dejar que ella se sintiera aliviada.
Ainhoa era una parte fundamental de su vida. La
conocía desde hacía 3 años y medio y era su novia desde hacía 3. Cuando la
conoció, Juanjo era un tipo solitario en cuanto a sentimientos. Tenía sus
amigos, pero no les contaba nada sobre lo solo que en realidad sentía. La
llegada de Ainhoa fue un bálsamo para Juanjo. Le gustó en cuanto la vio. Una
morena alta, de piernas torneadas con un busto generoso y caderas amplias y
curvas. A Juanjo le encantaba perderse en aquellas curvas, además, tenía un rostro
con rasgos de niña y de mujer al mismo tiempo que lo hacía enloquecer.
Ainhoa hizo que su vida cambiara en muchos aspectos. Hizo que aquella soledad
se esfumara y le hizo sentir el amor por primera vez. Era un apoyo clave en su
vida y lo último que quería hacer era preocuparla.
Cuando el móvil dejó de vibrar y apareció en la
pantalla el mensaje de llamada perdida, Juanjo volvió sobre sus propios pasos.
Se adentró en la penumbra del pasillo y avanzó a oscuras hasta llegar al cuarto
de baño. El reflejo en el espejo parecía más propio de un zombi que de un joven
de 28 años. Abrió el espejo y tomo un frasco de pastillas malignas. Cogió una y
la tiro por el desagüe. Tenía mucho calor. Volvió todo lo rápido que le fue
posible hasta la habitación y se tumbó en la cama, con el ventilador
como única compañía. La presentadora del concurso le estaba preguntando a un
concursante si sabía la respuesta. Tomó el control con el mando a distancia y comenzó
a zapear. Se detuvo un momento al ver una película pornográfica, esbozó una
sonrisa y apagó la televisión con un botonazo casi rabioso para volver a
contemplar el ventilador del techo. El frescor era sedante y Juanjo cerró los
ojos en un intento por conciliar el sueño. Fue inútil. A los pocos minutos
desistió del intento y giró la cabeza para mirar la ventana mojada. De pronto
sintió el impulso de salir de allí. Se puso en pie de un brinco y se empezó a
poner la ropa que tenía tirada de cualquier manera sobre la silla del
ordenador. Fuera hacía frio y estaba lloviznando, así que se puso sus guantes y
un chubasquero negro que le había regalado Ainhoa, que sabía que a Juanjo le
gustaba pasear cuando lloviznaba. Estaba ya a punto de salir por la puerta
cuando vio sus botas katiuskas junto al paragüero y decidió que era buena idea ponérselas.
Con todo el equipamiento sobre su cuerpo ya estaba listo para salir a pasear.
Antes de salir vio su reflejo en el espejo que tenía en el hall de su piso y
creyó que estaba viendo a un pescador, la imagen le hizo reír.
Al salir del portal se precipitó hacía la calle con
premura y el paisaje que se encontró le agradó. Las luces de las farolas
creaban un bonito contraste acompañadas por las finas gotas de lluvia. Comenzó
a andar si un rumbo fijo, dejándose llevar por sus inquietos pies. Un paso tras
otro se iba alejando de su hogar. Llegó hasta un semáforo que estaba en rojo
para los peatones, pero no lo respetó, de todas formas eran las 4 de la mañana
y no había ni un alma en la calle. Se dejó caer por una calle que estaba en
pendiente descendente y que llegaba hasta un parque en el que muchas parejas de
novios solían “demostrarse su amor” Juanjo sintió curiosidad por si habría
alguien allí, pero era improbable por la hora y el tiempo que hacía.
Efectivamente allí no había nadie. Uno de los motivos por los que aquel parque
era elegido por muchas parejas era porque estaba muy poco iluminado. Había
farolas, si, pero la mayoría estaban destrozadas, seguramente por novios que se
refugiaban en la oscuridad y recurrían a las piedras para ganarla. De todas
formas entró en el parque. La idea de las botas había sido acertada, pues el
agua había creado un barrizal. A pesar de aquello decidió avanzar por aquel
barro hasta llegar a una zona con bancos que estaba prácticamente a oscuras.
Juanjo empezó a observar y de pronto vio que uno de los bancos estaba ocupado.
Se echó la capucha un poco hacia atrás para verlo mejor. No era una pareja de
novios, era un hombre tapado por unos cartones. “Es un vagabundo” pensó “será
mejor que me largue de aquí” Haciendo caso de su subconsciente dio media vuelta
y volvió sobre sus propios pasos. El chapoteo de las katiuskas con el barro
hacía un ruido muy desagradable. A pesar de aquello pudo distinguir claramente
otro ruido por encima del que él mismo producía. Alguien lo estaba siguiendo.
Aquello le hizo aligerar el paso. El barrizal se lo dificultaba y a los pocos
metros el sudor ya estaba empapando su cuerpo y su respiración empezaba a ser
forzosa. Estaba claro que aquellos días sin dormir le habían restado energía.
Aliviado por salir del barrizal se detuvo un momento para escuchar. No se oía
nada, salvo el sonido de la lluvia al caer. Se giró en redondo y solo vio
oscuridad. Dejó escapar un suspiro de alivio y se volvió decidido a abandonar
el parque, pero una fuerza desconocida lo hizo caer. La caída le provocó un
latigazo de dolor que le recorrió toda la espalda. Entonces sintió una presión
sobre su pecho. Allí estaba aquel vagabundo con el pie sobre el pecho de Juanjo.
La lluvia golpeaba los ojos de Juanjo impidiéndole ver con claridad a su
agresor. A pesar de todo pudo distinguir que tenía el pelo y la barba larga y
un jersey de lana muy pasado. La bota del agresor hizo más presión.
-
La cartera – le dijo con una voz ronca.
-
No…no – balbuceó.
-
¡Que me des la cartera, coño! – gritó mientras
se echaba mano al bolsillo derecho del pantalón - ¿o quieres que te raje?
Entonces dejó ver una brillante navaja. La sujetaba
con firmeza. La imagen dejó aturdido a Juanjo y sin saber cómo cogió el pie que
se encontraba sobre su pecho y tiró con todas sus fuerzas. El vagabundo perdió
el equilibrio y cayó de espaldas. Juanjo se abalanzó sobre el y le arrebato la
navaja y comenzó a apuñalar en el cuello a su agresor. Tras un frenesí que no
recordaba haber vivido nunca, cesó de apuñalar. La sangre brotaba a chorros del
cuello del vagabundo y se estrellaba sobre el chubasquero de Juanjo. Se quedó
allí un momento, mirando el cuerpo inerte sobre el barro. De pronto sintió como
si su cuerpo se rellenara de energía. Dejó caer la navaja sobre el muerto y
comenzó a correr sin volver la vista atrás.
La lluvia había comenzado a arreciar y creaba un
sonido plástico al chocar contra el chubasquero. No tardó mucho en llegar al
portal y menos en subir por las escaleras y entrar en su piso. Al entrar se
dirigió de inmediato al cuarto de baño y se metió en la ducha vestido y todo.
El agua dejaba un rastro rojo y marrón, combinación extraña entre el barro del
parque y la sangre de aquel desgraciado. Al pensar en el vagabundo, Juanjo comenzó
a reír a carcajadas, para luego comenzar a llorar. Empapado, se quitó la ropa y
la dejó sobre la canasta de la ropa sucia. Desnudo y desconcertado se dirigió
hasta la habitación y se tumbo en su cama. El ventilador seguía girando y
Juanjo se dejó hipnotizar de nuevo por su movimiento, volvió a cerrar los ojos
y esta vez el sueño se apoderó él.
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