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viernes, 24 de mayo de 2013

Capítulo 1



El movimiento de las aspas del ventilador causaba en Juanjo un efecto hipnótico del que le costaba salir. Hacía ya 3 días que no podía dormir. Su aspecto no era el mejor, demacrado, flaco, con la barba descuidada y en calzoncillos tendido sobre la cama y contemplando el ventilador con la mirada perdida. El problema ya venía de lejos.



Hacía dos semanas que no conseguía dormir bien, apenas un par de horas al día. Ante la insistencia de su novia Ainhoa y de su madre, decidió ir al médico. Aquel doctor de pueblo no le dio buena espina desde que lo vio, pero hizo de tripas corazón y se sentó en la silla de la consulta a escuchar. Su diagnóstico fue que Juanjo padecía un estrés severo y que eso le impedía dormir. Tras recetarle un carro de pastillas, el médico se quedo tan pancho y los echo de la consulta. Juanjo estaba convencido de que aquello no serviría de nada, pero al menos dejó más tranquilas a su novia y a su madre, lo cual ya era un logro en sí mismo.
Comenzó a tomar la medicación religiosamente sin efecto alguno. Aquellas pastillas hacían que se sintiera mareado, como cuando no soportas el efecto de una montaña rusa. Las náuseas eran constantes y el agotamiento hacía presa de él, impidiendo que pudiera realizar la más sencilla de las tareas sin que le costara un esfuerzo sobrehumano. Solo pudo soportar aquello 4 días. Al quinto día dejó de tomar aquellas píldoras malignas y las tiraba por el desagüe en vez de por su garganta. El efecto fue claramente beneficioso, pues dejó de sentir ese malestar y recobró energías, pero el insomnio persistía.
Haciendo aplomo de todas sus fuerzas consiguió apartar la vista del ventilador y levantarse de la cama. Comenzó a caminar hacia el pasillo y se detuvo un instante para mirar las gotas de fina llovizna que resbalaban por el cristal de la ventana. Un sonido sordo le hizo detenerse, el móvil estaba vibrando. Se acercó hasta la mesilla y vio que era Ainhoa quién lo llamaba. Miró el reloj, eran las 03:37 de la madrugada. Sin duda que Ainhoa quería comprobar si estaba durmiendo, así que decidió no coger el teléfono y dejar que ella se sintiera aliviada.
Ainhoa era una parte fundamental de su vida. La conocía desde hacía 3 años y medio y era su novia desde hacía 3. Cuando la conoció, Juanjo era un tipo solitario en cuanto a sentimientos. Tenía sus amigos, pero no les contaba nada sobre lo solo que en realidad sentía. La llegada de Ainhoa fue un bálsamo para Juanjo. Le gustó en cuanto la vio. Una morena alta, de piernas torneadas con un busto generoso y caderas amplias y curvas. A Juanjo le encantaba perderse en aquellas curvas, además, tenía un rostro con rasgos de niña y de mujer al mismo tiempo que lo hacía enloquecer. Ainhoa hizo que su vida cambiara en muchos aspectos. Hizo que aquella soledad se esfumara y le hizo sentir el amor por primera vez. Era un apoyo clave en su vida y lo último que quería hacer era preocuparla.
Cuando el móvil dejó de vibrar y apareció en la pantalla el mensaje de llamada perdida, Juanjo volvió sobre sus propios pasos. Se adentró en la penumbra del pasillo y avanzó a oscuras hasta llegar al cuarto de baño. El reflejo en el espejo parecía más propio de un zombi que de un joven de 28 años. Abrió el espejo y tomo un frasco de pastillas malignas. Cogió una y la tiro por el desagüe. Tenía mucho calor. Volvió todo lo rápido que le fue posible hasta la habitación y se tumbó en la cama, con el ventilador como única compañía. La presentadora del concurso le estaba preguntando a un concursante si sabía la respuesta. Tomó el control con el mando a distancia y comenzó a zapear. Se detuvo un momento al ver una película pornográfica, esbozó una sonrisa y apagó la televisión con un botonazo casi rabioso para volver a contemplar el ventilador del techo. El frescor era sedante y Juanjo cerró los ojos en un intento por conciliar el sueño. Fue inútil. A los pocos minutos desistió del intento y giró la cabeza para mirar la ventana mojada. De pronto sintió el impulso de salir de allí. Se puso en pie de un brinco y se empezó a poner la ropa que tenía tirada de cualquier manera sobre la silla del ordenador. Fuera hacía frio y estaba lloviznando, así que se puso sus guantes y un chubasquero negro que le había regalado Ainhoa, que sabía que a Juanjo le gustaba pasear cuando lloviznaba. Estaba ya a punto de salir por la puerta cuando vio sus botas katiuskas junto al paragüero y decidió que era buena idea ponérselas. Con todo el equipamiento sobre su cuerpo ya estaba listo para salir a pasear. Antes de salir vio su reflejo en el espejo que tenía en el hall de su piso y creyó que estaba viendo a un pescador, la imagen le hizo reír.
Al salir del portal se precipitó hacía la calle con premura y el paisaje que se encontró le agradó. Las luces de las farolas creaban un bonito contraste acompañadas por las finas gotas de lluvia. Comenzó a andar si un rumbo fijo, dejándose llevar por sus inquietos pies. Un paso tras otro se iba alejando de su hogar. Llegó hasta un semáforo que estaba en rojo para los peatones, pero no lo respetó, de todas formas eran las 4 de la mañana y no había ni un alma en la calle. Se dejó caer por una calle que estaba en pendiente descendente y que llegaba hasta un parque en el que muchas parejas de novios solían “demostrarse su amor” Juanjo sintió curiosidad por si habría alguien allí, pero era improbable por la hora y el tiempo que hacía. Efectivamente allí no había nadie. Uno de los motivos por los que aquel parque era elegido por muchas parejas era porque estaba muy poco iluminado. Había farolas, si, pero la mayoría estaban destrozadas, seguramente por novios que se refugiaban en la oscuridad y recurrían a las piedras para ganarla. De todas formas entró en el parque. La idea de las botas había sido acertada, pues el agua había creado un barrizal. A pesar de aquello decidió avanzar por aquel barro hasta llegar a una zona con bancos que estaba prácticamente a oscuras. Juanjo empezó a observar y de pronto vio que uno de los bancos estaba ocupado. Se echó la capucha un poco hacia atrás para verlo mejor. No era una pareja de novios, era un hombre tapado por unos cartones. “Es un vagabundo” pensó “será mejor que me largue de aquí” Haciendo caso de su subconsciente dio media vuelta y volvió sobre sus propios pasos. El chapoteo de las katiuskas con el barro hacía un ruido muy desagradable. A pesar de aquello pudo distinguir claramente otro ruido por encima del que él mismo producía. Alguien lo estaba siguiendo. Aquello le hizo aligerar el paso. El barrizal se lo dificultaba y a los pocos metros el sudor ya estaba empapando su cuerpo y su respiración empezaba a ser forzosa. Estaba claro que aquellos días sin dormir le habían restado energía. Aliviado por salir del barrizal se detuvo un momento para escuchar. No se oía nada, salvo el sonido de la lluvia al caer. Se giró en redondo y solo vio oscuridad. Dejó escapar un suspiro de alivio y se volvió decidido a abandonar el parque, pero una fuerza desconocida lo hizo caer. La caída le provocó un latigazo de dolor que le recorrió toda la espalda. Entonces sintió una presión sobre su pecho. Allí estaba aquel vagabundo con el pie sobre el pecho de Juanjo. La lluvia golpeaba los ojos de Juanjo impidiéndole ver con claridad a su agresor. A pesar de todo pudo distinguir que tenía el pelo y la barba larga y un jersey de lana muy pasado. La bota del agresor hizo más presión.
-          La cartera – le dijo con una voz ronca.
-          No…no – balbuceó.
-          ¡Que me des la cartera, coño! – gritó mientras se echaba mano al bolsillo derecho del pantalón - ¿o quieres que te raje?
Entonces dejó ver una brillante navaja. La sujetaba con firmeza. La imagen dejó aturdido a Juanjo y sin saber cómo cogió el pie que se encontraba sobre su pecho y tiró con todas sus fuerzas. El vagabundo perdió el equilibrio y cayó de espaldas. Juanjo se abalanzó sobre el y le arrebato la navaja y comenzó a apuñalar en el cuello a su agresor. Tras un frenesí que no recordaba haber vivido nunca, cesó de apuñalar. La sangre brotaba a chorros del cuello del vagabundo y se estrellaba sobre el chubasquero de Juanjo. Se quedó allí un momento, mirando el cuerpo inerte sobre el barro. De pronto sintió como si su cuerpo se rellenara de energía. Dejó caer la navaja sobre el muerto y comenzó a correr sin volver la vista atrás.
La lluvia había comenzado a arreciar y creaba un sonido plástico al chocar contra el chubasquero. No tardó mucho en llegar al portal y menos en subir por las escaleras y entrar en su piso. Al entrar se dirigió de inmediato al cuarto de baño y se metió en la ducha vestido y todo. El agua dejaba un rastro rojo y marrón, combinación extraña entre el barro del parque y la sangre de aquel desgraciado. Al pensar en el vagabundo, Juanjo comenzó a reír a carcajadas, para luego comenzar a llorar. Empapado, se quitó la ropa y la dejó sobre la canasta de la ropa sucia. Desnudo y desconcertado se dirigió hasta la habitación y se tumbo en su cama. El ventilador seguía girando y Juanjo se dejó hipnotizar de nuevo por su movimiento, volvió a cerrar los ojos y esta vez el sueño se apoderó él.

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