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viernes, 7 de junio de 2013

Capítulo 3



La navaja describía un arco perfecto gracias al movimiento del brazo de Juanjo. La hoja de acero se clavaba en la carne como si fuera mantequilla. La sangre manaba de la yugular de aquel pobre desgraciado y Juanjo sentía un extraño frenesí con aquella situación.


Se incorporó sobre la cama sudando como un pollo. Su respiración era irregular. La imagen de su pesadilla todavía estaba reciente en su cabeza. Las sábanas blancas estaban empapadas en sudor. El ventilador del techo le mandó un golpe de aire que refrescó su espalda sudada. Todavía estaba un poco aturdido y no sabía muy bien el porqué. Poco a poco fue recordando lo que había pasado por la noche, el paseo nocturno bajo la lluvia hasta aquel oscuro parque, el tipo que lo había amenazado y luego la orgía de sangre. Quería pensar que todo no había sido más que un mal sueño.
Decidido a comprobarlo, se levantó de la cama y abandonó la habitación con dirección al cuarto de baño. El panorama era desolador. Los blancos azulejos estaban llenos de salpicaduras de sangre y en la bañera, flotando en una mezcla de sangre y agua, estaba la ropa que había llevado durante su nefasto paseo. Se quedó contemplando durante un momento las prendas, antes de que las arcadas le provocaran el vómito.
De pronto cayó en la cuenta de que había conseguido dormir. Llevaba 3 días tan solo pegando pequeñas cabezadas y aquella noche, tras su indeseado encuentro con aquel vagabundo, lo había hecho. Desconocía la razón de aquello, tal vez fue el miedo que sufría lo que le hizo caer rendido sobre la cama. Pero el miedo seguía ahí, con él. Había matado a una persona y empezaba a ser consciente de ello. Hijo de alguien, esposo de alguien, padre de alguien y que ahora ya no era nada, solo un cadáver.
Casi por instinto salió del baño y encauzó sus pasos hacía la cocina. Al pisar el frio suelo con aspecto de ajedrez se le erizó el vello. La boca le sabía a vómito, así que abrió la nevera y pegó un largo trago de Coca-Cola. Las burbujas hicieron que se le saltaran las lágrimas. Saciada su sed, cruzó la cocina hasta llegar al lavadero. Junto a la lavadora estaban los productos de limpieza. Él normalmente no los usaba y era Ainhoa o su madre las que hacían uso de ellos, pero limpiar los indicios de un crimen es mejor que lo haga el criminal, así no se expone a que lo descubran. Llenó el cubo de la fregona con agua de la pila y echo un producto que olía a lavanda. Comenzó a fregar el pasillo, que estaba lleno de huellas de barro y algunas gotas de sangre. No tardó mucho en fregar el pasillo y tras volver a llenar el cubo con agua limpia se dirigió de nuevo al cuarto de baño, que era dónde un detective se habría puesto las botas.
Le costó horrores contener una segunda oleada de vómito y empezó a limpiar el suelo, los azulejos, el lavabo, la pila y todo lo que veía con sangre o barro. Por último quedaba la bañera. Echó la ropa ensangrentada en la cesta de la ropa sucia y la llevó hasta la lavadora. Con el aparato en marcha y con la bañera prácticamente limpia escuchó que la puerta del piso se abría.
Con todo lo que tenía en la cabeza, Juanjo había olvidado por completo que él no era el único con llave de aquel piso. Los nervios invadieron su cuerpo y su corazón empezó a golpear su pecho de manera salvaje. Consiguió eliminar los últimos restos de sangre con torpeza justo antes de que la puerta del baño se abriera.
Ainhoa lo miraba desde el umbral con gesto extraño. Juanjo la contempló con una expresión que debió de ser muy extraña, pues la cara de Ainhoa era todo un poema. A pesar que el corazón se le quería salir por la boca, Juanjo no pudo evitar deleitarse con la imagen de su amada. Ainhoa llevaba la melena morena suelta y una camiseta de tirantes negra con un escote ni muy generoso ni muy recatado, dejando entrever la forma de sus pechos. Los leggins negros estilizaban su figura dejando ver perfectamente las curvas de su cuerpo. Antes de darse cuenta, Juanjo se abalanzó sobre ella como un animal hambriento. Empezó a besarle el cuello, las orejas y los pechos. Ella dijo algo, pero Juanjo la ignoró mientras comenzaba a desvestirla. En cuestión de segundos ya estaban en la habitación. El sexo fue rápido pero muy intenso. Hacía más de una semana que no lo practicaban porque Juanjo se encontraba muy débil a causa del insomnio, pero aquel día Juanjo volvía a tener las energías renovadas. Los gritos de Ainhoa aceleraron la llegada del clímax, dejando a Juanjo extasiado. Al terminar, Juanjo se quedó encima de ella durante un instante. Ella le rodeó la espalda con sus brazos y le mordisqueó la oreja.
-          Vaya – le susurró- Yo que venía preocupada y me recibes así
La risita que acompaño a aquella frase excitó a Juanjo. Para él, ella era una diosa, lo tenía todo y además la amaba como nunca había amado a ninguna otra.
-          Es que te he visto y no he podido contenerme.
-          Ya, ya…
Contempló su desnudez durante un instante con una sonrisa en los labios y de pronto dejó de ser su diosa y se convirtió en aquel vagabundo, con los chorros de sangre manando de su cuello.
-          ¿Qué te pasa? – Ainhoa se había dado cuenta.
-          ¿Qué? – respondió con sorpresa.
-          Me estabas mirando y de pronto has apartado la vista, ¿Qué tengo? – preguntó mientras examinaba su cuerpo.
-          No, nada, no tienes nada.
-          ¿Entonces?
-          No me pasa nada, solo que llevábamos ya tantos días sin hacerlo que me ha dado un poco de vergüenza verte desnuda
-          Jajajaja ¡Que tontín eres! – lo besó- Te quiero tanto.
-          Y yo también – se volvieron a besar.
Era una situación común, siempre que hacían el amor, tras terminar se quedaban un rato en la cama hablando de trivialidades sin sentido. Era como una forma de alargar el momento íntimo que les gustaba a los dos.
-          Te he llamado antes – dijo Ainhoa- pero tenías el móvil apagado.
-          Si, lo apagué anoche, porque me estaba dando sueño y no quería que me despertaras.
-          ¿Has dormido? – preguntó con sorpresa.
-          Si
-          ¡Que bien! – gritó mientras lo abrazaba- Te dije que las pastillas funcionarían.
-          Eso parece, y me siento mucho mejor.
-          Ya me dado cuenta – le dijo mientras le acariciaba el muslo con una sonrisa burlona en la cara.
Aquel roce hizo despertar la lujuria de nuevo en Juanjo, que se tumbó sobre Ainhoa y volvió a tomarla. Esta vez fue más largo y pausado, sin la rabia anterior. Cuando terminaron, Ainhoa se sentó sobre la cama y empezó a vestirse. Juanjo la imitó. Mientras se vestían, Juanjo echó mano del mando a distancia y encendió el televisor. Empezó a saltar canales hasta que vio un rótulo que le llamó la atención. Hallan un cadáver en pleno centro de la ciudad. La lectura lo paralizó. Subió el volumen para escuchar la noticia. Ainhoa se sobresaltó por el alto volumen.
-          ¿Estás sordo o qué?
-          No – respondió Juanjo con tono cortante – es que me interesa la noticia.
-          ¿Qué es, lo del muerto ese del parque?
-          Si, ¿cómo lo sabes?
-          Me lo ha dicho mi padre.
-          ¿Tu padre? – el padre de Ainhoa era inspector de policía- ¿Te ha llamado?
-          ¡Que va! Lo he llamado yo a él y me ha dicho que le han asignado el caso a él.
A Juanjo se le hizo un nudo en la garganta. Los sudores volvieron a aparecer y el corazón volvía a retomar su endiablado ritmo de latido.
-          Pero bueno – continuó Ainhoa- seguro que así se distrae un poco.
-          Seguro – respondió Juanjo con la mirada perdida.

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