La navaja describía un arco perfecto gracias al
movimiento del brazo de Juanjo. La hoja de acero se clavaba en la carne como si
fuera mantequilla. La sangre manaba de la yugular de aquel pobre desgraciado y
Juanjo sentía un extraño frenesí con aquella situación.
Se incorporó sobre la cama sudando como un pollo. Su
respiración era irregular. La imagen de su pesadilla todavía estaba reciente en
su cabeza. Las sábanas blancas estaban empapadas en sudor. El ventilador del
techo le mandó un golpe de aire que refrescó su espalda sudada. Todavía estaba
un poco aturdido y no sabía muy bien el porqué. Poco a poco fue recordando lo
que había pasado por la noche, el paseo nocturno bajo la lluvia hasta aquel
oscuro parque, el tipo que lo había amenazado y luego la orgía de sangre.
Quería pensar que todo no había sido más que un mal sueño.
Decidido a comprobarlo, se levantó de la cama y
abandonó la habitación con dirección al cuarto de baño. El panorama era
desolador. Los blancos azulejos estaban llenos de salpicaduras de sangre y en
la bañera, flotando en una mezcla de sangre y agua, estaba la ropa que había
llevado durante su nefasto paseo. Se quedó contemplando durante un momento las
prendas, antes de que las arcadas le provocaran el vómito.
De pronto cayó en la cuenta de que había conseguido
dormir. Llevaba 3 días tan solo pegando pequeñas cabezadas y aquella noche,
tras su indeseado encuentro con aquel vagabundo, lo había hecho. Desconocía la
razón de aquello, tal vez fue el miedo que sufría lo que le hizo caer rendido
sobre la cama. Pero el miedo seguía ahí, con él. Había matado a una persona y
empezaba a ser consciente de ello. Hijo de alguien, esposo de alguien, padre de
alguien y que ahora ya no era nada, solo un cadáver.
Casi por instinto salió del baño y encauzó sus pasos
hacía la cocina. Al pisar el frio suelo con aspecto de ajedrez se le erizó el
vello. La boca le sabía a vómito, así que abrió la nevera y pegó un largo trago
de Coca-Cola. Las burbujas hicieron que se le saltaran las lágrimas. Saciada su
sed, cruzó la cocina hasta llegar al lavadero. Junto a la lavadora estaban los
productos de limpieza. Él normalmente no los usaba y era Ainhoa o su madre las
que hacían uso de ellos, pero limpiar los indicios de un crimen es mejor que lo
haga el criminal, así no se expone a que lo descubran. Llenó el cubo de la
fregona con agua de la pila y echo un producto que olía a lavanda. Comenzó a
fregar el pasillo, que estaba lleno de huellas de barro y algunas gotas de
sangre. No tardó mucho en fregar el pasillo y tras volver a llenar el cubo con
agua limpia se dirigió de nuevo al cuarto de baño, que era dónde un detective
se habría puesto las botas.
Le costó horrores contener una segunda oleada de
vómito y empezó a limpiar el suelo, los azulejos, el lavabo, la pila y todo lo
que veía con sangre o barro. Por último quedaba la bañera. Echó la ropa
ensangrentada en la cesta de la ropa sucia y la llevó hasta la lavadora. Con el
aparato en marcha y con la bañera prácticamente limpia escuchó que la puerta
del piso se abría.
Con todo lo que tenía en la cabeza, Juanjo había
olvidado por completo que él no era el único con llave de aquel piso. Los
nervios invadieron su cuerpo y su corazón empezó a golpear su pecho de manera
salvaje. Consiguió eliminar los últimos restos de sangre con torpeza justo
antes de que la puerta del baño se abriera.
Ainhoa lo miraba desde el umbral con gesto extraño.
Juanjo la contempló con una expresión que debió de ser muy extraña, pues la
cara de Ainhoa era todo un poema. A pesar que el corazón se le quería salir por
la boca, Juanjo no pudo evitar deleitarse con la imagen de su amada. Ainhoa
llevaba la melena morena suelta y una camiseta de tirantes negra con un escote
ni muy generoso ni muy recatado, dejando entrever la forma de sus pechos. Los
leggins negros estilizaban su figura dejando ver perfectamente las curvas de su
cuerpo. Antes de darse cuenta, Juanjo se abalanzó sobre ella como un animal
hambriento. Empezó a besarle el cuello, las orejas y los pechos. Ella dijo
algo, pero Juanjo la ignoró mientras comenzaba a desvestirla. En cuestión de
segundos ya estaban en la habitación. El sexo fue rápido pero muy intenso.
Hacía más de una semana que no lo practicaban porque Juanjo se encontraba muy
débil a causa del insomnio, pero aquel día Juanjo volvía a tener las energías
renovadas. Los gritos de Ainhoa aceleraron la llegada del clímax, dejando a
Juanjo extasiado. Al terminar, Juanjo se quedó encima de ella durante un
instante. Ella le rodeó la espalda con sus brazos y le mordisqueó la oreja.
-
Vaya – le susurró- Yo que venía
preocupada y me recibes así
La risita que acompaño a aquella frase excitó a
Juanjo. Para él, ella era una diosa, lo tenía todo y además la amaba como nunca
había amado a ninguna otra.
-
Es que te he visto y no he podido
contenerme.
-
Ya, ya…
Contempló su desnudez durante un instante con una
sonrisa en los labios y de pronto dejó de ser su diosa y se convirtió en aquel
vagabundo, con los chorros de sangre manando de su cuello.
-
¿Qué te pasa? – Ainhoa se había dado
cuenta.
-
¿Qué? – respondió con sorpresa.
-
Me estabas mirando y de pronto has
apartado la vista, ¿Qué tengo? – preguntó mientras examinaba su cuerpo.
-
No, nada, no tienes nada.
-
¿Entonces?
-
No me pasa nada, solo que llevábamos ya
tantos días sin hacerlo que me ha dado un poco de vergüenza verte desnuda
-
Jajajaja ¡Que tontín eres! – lo besó- Te
quiero tanto.
-
Y yo también – se volvieron a besar.
Era una situación común, siempre que hacían el amor,
tras terminar se quedaban un rato en la cama hablando de trivialidades sin
sentido. Era como una forma de alargar el momento íntimo que les gustaba a los
dos.
-
Te he llamado antes – dijo Ainhoa- pero
tenías el móvil apagado.
-
Si, lo apagué anoche, porque me estaba
dando sueño y no quería que me despertaras.
-
¿Has dormido? – preguntó con sorpresa.
-
Si
-
¡Que bien! – gritó mientras lo abrazaba-
Te dije que las pastillas funcionarían.
-
Eso parece, y me siento mucho mejor.
-
Ya me dado cuenta – le dijo mientras le
acariciaba el muslo con una sonrisa burlona en la cara.
Aquel roce hizo despertar la lujuria de nuevo en
Juanjo, que se tumbó sobre Ainhoa y volvió a tomarla. Esta vez fue más largo y
pausado, sin la rabia anterior. Cuando terminaron, Ainhoa se sentó sobre la
cama y empezó a vestirse. Juanjo la imitó. Mientras se vestían, Juanjo echó
mano del mando a distancia y encendió el televisor. Empezó a saltar canales
hasta que vio un rótulo que le llamó la atención. Hallan un cadáver en pleno centro de la ciudad. La lectura lo
paralizó. Subió el volumen para escuchar la noticia. Ainhoa se sobresaltó por
el alto volumen.
-
¿Estás sordo o qué?
-
No – respondió Juanjo con tono cortante –
es que me interesa la noticia.
-
¿Qué es, lo del muerto ese del parque?
-
Si, ¿cómo lo sabes?
-
Me lo ha dicho mi padre.
-
¿Tu padre? – el padre de Ainhoa era
inspector de policía- ¿Te ha llamado?
-
¡Que va! Lo he llamado yo a él y me ha
dicho que le han asignado el caso a él.
A Juanjo se le hizo un nudo en la garganta. Los
sudores volvieron a aparecer y el corazón volvía a retomar su endiablado ritmo
de latido.
-
Pero bueno – continuó Ainhoa- seguro que
así se distrae un poco.
-
Seguro – respondió Juanjo con la mirada
perdida.
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