La sangre de la rubia empapaba la navaja. Las manos
de Juanjo se movían con rapidez para eliminar el rastro rojo que manchaba la
hoja plateada. Los párpados empezaban a pesarle, su plan había funcionado.
Tras la noche del asesinato del vagabundo, Juanjo no
había conseguido pegar ojo. El insomnio había vuelto a su vida y lo había hecho
con una fuerza atroz. Daba igual lo que intentara, era inútil. Incluso había
recurrido a tomarse de nuevo sus malignas pastillas, pero desistió en un solo
día, el efecto de aquellas píldoras infernales era demoledor para su cuerpo,
pero lo habría podido soportar si hubiesen cumplido su cometido, hacerlo
dormir, pero no lo conseguían.
Lo que era verdaderamente extraño es que solo
conseguía un estado cercano al sueño cuando pensaba en la muerte de aquel
desgraciado. Pero ni así podía quedarse dormido. Intentó también escuchar a su
nuevo descubrimiento musical, Pavarotti, pues había quedado prendado de su voz
cuando escuchó “Nessun Dorma” de camino a la casa de su suegro. Pero la música
del tenor italiano tampoco conseguía relajarlo tanto como para quedarse
dormido.
La segunda noche después del crimen, Juanjo se asomó
al balcón a pesar del frío que hacía. El viento lo abofeteó con dureza, pero
resistió el envite y se quedó allí, echado de pecho sobre la barandilla. Pocos
minutos después vio que alguien se acercaba caminando en solitario por la
calle. Era muy tarde, así que debía de venir de algún garito nocturno de copas.
Se dio cuenta de que era una mujer, rubia para más señas. El ruido de sus
tacones al caminar era estruendoso, tanto que Juanjo lo escuchaba a la
perfección, y eso que estaba en un cuarto piso. Desde la altura no pudo verla
bien, pero habría jurado que era una chica bastante guapa, o por lo menos era
presumida. Llevaba una americana roja y una minifalda negra, bolso y tacones
negros, a juego. Y su forma de caminar era sugerente, se contoneaba de manera
obvia y descarada. Juanjo pensó a quien pensaba provocar a aquellas horas, pues
no había ni un alma en la calle. Se quedó mirándola hasta que cruzó la esquina
y la perdió de vista. De vuelta en su cama, se quedó un buen rato pensando en
aquella rubia. Le extrañó que fuese sola, una chica joven, atractiva y a esas
horas de la noche sola, cuanto menos era curioso.
Al día siguiente Juanjo tenía cita con el médico.
Ainhoa no pudo acompañarlo y tuvo que ir solo, pues su madre tampoco podía ir.
Cuando el médico le pregunto cómo estaba y que si había dormido, le respondió
que si, que había conseguido dormir, pero obviamente no le dijo el motivo por
el que creía que lo había conseguido. El médico por su parte creyó que el
mérito era de sus machaconas pastillas y le recetó otra caja más, le volvió a
dar cita para la siguiente semana y le dijo que se marchara. Tanto Ainhoa como
su madre le llamaron para preocuparse por él. Les dijo lo que le había dicho el
médico y parecieron quedarse más tranquilas.
Más tarde, quedó con Ainhoa para ir al cine y ver
alguna película. Al terminar la sesión cenaron algo rápido en un burguer y se despidieron
hasta el día siguiente. Ainhoa trabajaba en una peluquería y algunas veces
tenía que ir muy temprano porque tenía algún encargo especial y no se podía
quedar con Juanjo mucho rato. Pero a Juanjo le dio un poco igual, de hecho
hasta le pareció mejor, así no tenía porque engañar a Ainhoa. Si ella se
quedaba con él y veía que no podía dormir, las cosas se podrían desmadrar. Así
que Juanjo volvió solo hasta su piso.
Una vez allí comenzó su ritual del hombre que no
puede dormir, o así lo llamaba él. Primero ver un poco la televisión. Cuando ya
estaba harto, iba hasta su habitación y empezaba a navegar por la web. Visitaba
páginas de muchas clases que iban desde las pornográficas hasta los periódicos
digitales, hay que verlo todo, se decía
a si mismo. Luego veía alguna serie online y por lo general solía comer algo,
bueno más que comer, picotear. Tras dos noches sin dormir, sus cara estaba
recuperando su tono de tez pálida modelo zombie. Se refrescó en el lavabo y volvió
al ordenador. Cuando vio la hora que era, se acordó de la rubia, pues era la
misma hora a la que la había visto la noche anterior, así que se levantó como
un resorte de la silla y se dirigió hasta el balcón. Las posibilidades de verla
de nuevo eran remotas, la misma chica, a una hora similar, por la misma calle,
dos días consecutivos, los factores no parecían muy buenos.
El ritmo cardíaco de su corazón aumento cuando vio
una figura que se aproximaba por la calle. Supo inmediatamente que era ella por
el ruido de los tacones, era idéntico al de la noche anterior y a los pocos segundos
lo pudo corroborar, era la rubia. Iba vestida de forma diferente, completamente
de negro de la cabeza a los pies, pero el pelo rubio y aquella forma de caminar
tan sugerente eran los mismos. Además volvía a ir sola, hecho que confirmó que
era ella. Sintió el deseo de gritarle algo desde las alturas, pero pudo
contenerse. No habría sabido explicar bien la sensación que le provocaba
aquella mujer, no era como Ainhoa, era algo diferente, pero le llamaba
poderosamente la atención. Cuando la perdió de vista volvió al interior del
piso a seguir con su ritual.
A la mañana siguiente recibió un mensaje de Ainhoa, Voy a estar muy liada todo el día, pásate
por la pelu si puedes y charlamos aunque sea un poco, vale? Te quieroooo bss.
Así que tras desayunar algo, se puso en camino a la peluquería de su novia. Por
el camino paso por una tienda a la que nunca le había prestado atención, a
pesar de que había pasado por ella cientos de veces. En el escaparate había
varios artículos de acero, entre ellos navajas. Le llamó mucho la atención una
que tenía la empuñadura blanca y la hoja reflejaba la luz del sol como si se
tratara de un espejo. Sin saber muy bien porque entró en la tienda y le dijo al
dependiente, un tipo algo desaliñado, con el pelo entrecano y con una cola, que
le diera la navaja. El precio era algo caro, pero no le importó, saco la
tarjeta y se la echó al bolsillo. Al llegar a la peluquería pudo comprobar que
el mensaje de su novia era cierto. El establecimiento estaba lleno de mujeres,
tanto jóvenes como marujas. Era la época de las comuniones y muchas mujeres se
peinaban para acudir a esos eventos. Encontró a Ainhoa en una de las esquinas y
fue a saludarla. Intercambiaron alguna información poco relevante y finalmente
ella le dijo que cuando terminara se pasaría por su casa para cenar juntos, se
besaron y Juanjo salió pitando de aquel lugar ruidoso.
De vuelta a casa se pasó todo el camino tocando la
navaja de su bolsillo. La tarde se le hizo muy larga esperando a Ainhoa, que
llegó a sobre las 21:30. Tras contarle todo el jaleo de la peluquería y demás,
preparó unos sándwiches bastante buenos que solía preparar a menudo. Cuando
terminaron la cena, Ainhoa se tuvo que marchar, pues al día siguiente le
esperaba otro día igual en la peluquería.
Una vez solo, fue hasta su habitación, abrió el
cajón de la mesita de noche y saco la navaja. La puso sobre la cama y se quedó contemplándola
largo rato, ensimismado, sin saber muy bien el porqué. Ya la abría, ya la
cerraba, se la pasaba de una mano a la otra. Se sentía como un niño con un
juguete nuevo. Sin darse cuenta se le pasó el tiempo volando y cuando miró el
reloj vio que era muy tarde y volvió a acordarse de la rubia.
Sin saber muy bien porque abrió el armario de la
habitación y saco el impermeable negro, los guantes y las botas katiuskas. Se
vistió sin dejar de echarle vistazos al reloj, la hora de la rubia estaba
cerca. Completamente equipado, echó mano de la navaja y salió por la puerta.
Bajó las escaleras a toda prisa, tanto que estuvo a punto de caerse, pero la
baranda de las escalaras y sus costillas lo evitaron. Una vez en la calle cruzó
de acera y se puso de tal manera que podía ver perfectamente la calle. No sabía
muy bien lo que estaba haciendo, pero lo estaba haciendo.
El ruido de los tacones lo hizo ponerse alerta. No
podía verla, pero la oía, o mejor dicho, los oía. Pasaron unos segundos que
parecieron interminables hasta que por fin pudo verlos. Era su rubia, no cabía
duda, pero iba acompañada de un tipo. Por un momento Juanjo se quedó inmóvil,
sin saber qué hacer, totalmente bloqueado. No oía con claridad lo que decían,
pero la rubia se reía. Cruzaron la esquina y el ruido de los tacones empezó a
alejarse. No sabría decir muy bien porqué, pero Juanjo empezó a moverse. Avanzó
hasta la esquina y se detuvo para mirar. La rubia y su pareja estaban ya a
punto de cruzar otra esquina. En cuanto lo hicieron Juanjo avanzó a toda
velocidad para no perderles la pista. Se sentía como una especie de detective
privado espiando a un marido o una esposa infiel. Continuo siguiendo a la
pareja durante más de media hora, esperando que se separaran o algo. Entonces
Juanjo cayó en que aquel tipo no la iba a dejar sola hasta llegar a la casa de
ella, así que decidió actuar. Dejó de ocultarse en la esquina y empezó a andar
a más velocidad. La rubia iba flirteando con el tipo y riendo a carcajadas,
aquel ruido le sirvió para acercarse lo suficiente.
Cuando ya estaba a una distancia que consideró apta,
Juanjo comenzó a correr hacia ellos y le pegó un puñetazo con todas sus fuerzas
en la nuca a aquel tipo. El pobre diablo cayó a plomo sobre el suelo y la rubia
se giró para ver qué pasaba. Sus ojos se encontraron por un instante justo antes
de que la navaja atravesara su cuello de oreja a oreja.
Juanjo se quedó allí mirando cómo caía, como la
expresión de su cara cambiaba a algo que no podía describir con palabras. Ya en
el suelo, Juanjo le miró los tacones de aguja y fue subiendo poco a poco hasta
llegar a su sanguinolento cuello. Empezaba a formarse un charco rojo bajo su
melena rubia, que empezaba a tornarse en pelirroja. La mano le dolía horrores y
el costado no era para menos. Tenía que largarse de allí y limpiar la navaja y
tomarse un ibuprofeno para el dolor.
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